Comentarios sobre La Delta. Sarmiento y la imaginación territorial, de José Hage y Gustavo Míguez (EME, 2024)
Por Guillermo David *
Los trágicos griegos eran castigados con una fuerte pena si al traer a colación temas dolorosos del pasado hacían surgir en el público oscuras pasiones tristes. Su defensa reposaba en el concepto de catarsis, que, al desenmascarar dolores ocultos, los expele y purifica el alma. Gramsci, que indagó el concepto en el teatro de Pirandello, fue preso por pretender despertar pasiones igualitarias que el régimen de Mussolini consideró inadecuadas. Su idea del “libro viviente” que suscitara una voluntad colectiva nacional y popular por medio de una catarsis lectora, supone la purificación de los tóxicos del fascismo.
En la Argentina, si alguien hizo libros vivientes con textos que devinieron historia fue Sarmiento. No solo por el Facundo y su tópico de Civilización y Barbarie que aún nos rige, sino por sus visiones en torno al Delta del Paraná, donde consumó su utopía personal. Pese a ser hombre de naturaleza montañosa, ingrata y abrupta en la que “reina la tempestad inmóvil de la piedra”, como dijera ese otro habitante del Delta, Leopoldo Lugones, la pasión de Sarmiento por las aguas como lazo humano dio en las islas con un territorio más favorable para su concepto de país. Pues para él si el río era democrático, las pampas tomadas por los demonios del caudillismo generaban despotismo.
Durante su exilio, tras haber explorado el archipiélago de Juan Fernández donde Defoe ubicara a Robinson Crusoe comenzó a pensar en las vías navegables como vínculo social y las islas como espacio utópico privilegiado. “En 1850 enderezaba desde Chile mi plegaria de Arjirópolis”, libro al que llamó “mi utopía”, en el que recomendaba fundar la capital de los Estados Confederados del Río de La Plata –Argentina, Uruguay y Paraguay– en Martín García. Cuando tras una visita a Urquiza consiguió recorrerla a caballo, como de costumbre rubricó en piedra: “1850 – Arjirópolis - 1851, Sarmiento”. Aunque el libelo pasó desapercibido, “Arjirópolis era una de esas hipótesis que sirven de base a la averiguación de la verdad”. Es decir, habilitó la búsqueda de un posible terreno neutral que permitiera zanjar las tensiones del país. “Caseros y la Constitución”, dirá, ufano hasta la exageración, “emanaron de aquella fuente”. Aquel sueño –digámoslo: imposible– que publicara en forma anónima era para él, junto al Facundo, su libro viviente. Sin embargo, fue en el Delta donde creó un tipo de mundo humano parecido a su modelo de país.
En septiembre de 1855 una troupe turística es conducida por Sarmiento, que se concibe como un nuevo Jasón con sus Argonautas, al “descubrimiento de un vellocino de oro, de un país que se llamaría Utopía si no tuviese ya el nombre guaraní de Carapachay”. En el vapor América navega el estuario con Bartolomé Mitre, Ministro de Guerra, Carlos Pellegrini, ingeniero y dibujante, padre del futuro presidente, y Santiago Arcos, su amigo “comunista, millonario y calavera”, entre otros, a quienes adjudica el carácter de inventores –él, por supuesto, el primero– de “la Delta”. Nuevamente: la letra, en este caso griega, que informa la geografía, le permite esgrimir una de las veleidades clásicas con las que Sarmiento funda realidades. Entusiasmado, compró un terreno en el canal del Abra Nueva en el que erigió su casa –actual Museo Sarmiento– a la que puso el nombre de Prócida, tomado de una isla del Mediterráneo, en cuya entrada se leía, en inglés, “Bienvenido a las sombras”.
En la saga de crónicas publicísticas sobre aquel paraíso a colonizar inventó una mitología irónica en la que, en seis días, se creó el Edén en el río Carapachay, donde habría nacido el hombre americano y gestado la nación. La “guerrilla del junco”, que hace levigar y estacionarse al sedimento del río, da paso a la creación de especies animales hasta que al sexto día aparece el “Carapachayo, el primer bípedo, dualidad macho-hembra, quebrado por la aparición de una Ninfa de las Islas”, una suerte de Lilith criolla que seduce a los jóvenes y los pierde. Aquel “país encantado que todos han visto en los ríos y nadie conoce; país de sueños, realidades, y de poesía metálica, de felicidad y mosquito”, escribe, será “Venecia Estado; Estado programa; Holanda sin diques, y tierra de promisión”.
Alegorista desbocado, Sarmiento procede con su usual desenfado estrafalario a fundar con la palabra aquel sitio al que pretendía irredento. Su lengua embrujada funciona en él como un conjuro que produce eventos con su sola enunciación. Sus “quimeras isleñas”, como las llaman José Hage y Gustavo Míguez en La Delta, antología de reciente edición que completa la realizada por Liborio Justo hace medio siglo en El Carapachay, proceden de su experiencia de colono que primero avizora e invoca con textos el territorio que habrá de bautizar y domeñar. Aquel espacio indefinible que el sanjuanino imagina como el Nilo del Plata que emula al Misisipi, es motivo de proyectos que expone en las cámaras sin mayor éxito. En sus planes de colonización demanda que le sean entregadas en posesión las tierras a quienes con su trabajo las fecundan, con la advertencia de “evitar que el capital se apodere de grandes extensiones”. Pues en su concepto la tierra debe ser para quien la trabaja.
Su campaña en la prensa que remeda la incitación a la conquista del Oeste norteamericano abunda en textos descriptivos en los que detalla las dificultades de laboreo debido a las condiciones climáticas y a la inestabilidad geológica. Las islas “son una masa de verdura”, un territorio feraz, indomable, cuyo valor depende solamente del trabajo humano. “Su forma es la más caprichosa e indescriptible: no pueden someterse a ningún género de mensura porque la superficie es una ilusión”. Con su autoridad de prócer viviente (“Sarmiento llegaba como un mito”, escribió, impúdico, en tercera persona) abogó también por la construcción de “caminos de fierro” a San Fernando. Puesto que, dice, los centenares de colonos que él indujo a poblarlas, “enterrando sus millones en ellas” no encuentran medios para vehiculizar su producción agrícola. Por lo demás, en su labor de pionero no se contentó con escribir; introdujo especies, construyó un puente y realizó experimentos con el ceibo para su posible explotación en la producción de papel. Un momento crucial fue cuando durante el viaje inaugural Santiago Arcos, que llevaba una vara de mimbre traída de San Juan, inició su cultivo que hasta hoy provee a la manufactura de cestería.
Aquel retiro sosegado que comprometió sus afanes dio lugar también al disfrute hedonista. Mientras cultivaba frutales y verduras e importaba especies, a su amigo Posse le pedía semillas y enredaderas de Tucumán. Y, pese a que ya estaba totalmente sordo, un loro hablador. Antes que Hudson y Martínez Estrada escribieran sobre el culto de los pájaros, Sarmiento encontró en su contemplación y estudio el solaz que la tempestad de la historia le impedía. A su amante Aurelia Vélez le detalla en una carta la minuciosa construcción de un nido de hornero, “con la mampara o biombo, o como se llame en lengua de pajarito, en dirección contraria a los vientos”, y le describe su usurpación por unos tordos, que observó azorado. Pero “en un par de horas vuelve el hornero con un ejército de horneritos que simplemente le tapian la entrada al invasor”. “¿Comprenderán que los amo, como a aquellos cardenales que se asilaron enfrente de mis ventanas en la vieja Casa Rosada?”. También le cuenta que le trajeron un “mocking-bird” –un ruiseñor– del Misisipi, que “murió de nostalgia”. “Cantaba en voz baja, como tararean las niñas cosiendo, y nos acercábamos con precaución a escuchar aquellas melodías no oídas en nuestros países”.
Otro momento curioso de sus vivencias isleñas es la descripción del carnaval, siendo Presidente, que continúa su famosa apología de 1842, cuando Rosas lo prohibiera, en la que resaltaba la fiesta como momento de desenfreno donde las jerarquías se licuan a baldazos de agua. Aquel orgiástico momento de transgresión lo había llevado a describir sin pudor situaciones más que cuestionables: “los torrentes de agua servían para ablandar los corazones de las esquivas y desdeñosas beldades a quienes era permitido tocar y palpar sin ceremonia”. En 1874 da una nueva descripción del carnaval que tuvo lugar en su isla. “Tengo conmigo una parte de la escolta del Gobierno y te escribo en medio del descanso de los soldados a quienes he procurado máscaras de carnaval, y mediante un centenar de faroles chinescos que alumbran emparrados y glorietas los hago felices, divirtiéndose, bailando y haciendo el can-can a la manera de los gauchos” (sic). “El cielito es baile popular. Aún no llega un italiano con su organito para hacer más espléndida la fiesta. A falta de guitarra bailan con las trompas de la banda y un acordeón. Es de perecerse de risa”.
En cierto momento deja Prócida y en 1875, convocado por el presidente Avellaneda que le había propuesto dirigir el Arsenal de Artillería, se instala en una isla enfrente a Zárate, en el río Ñacurutú, “que al terminar se desfleca como un chal puro”. Allí inaugura una fábrica de tejas con uno de sus acostumbrados actos: estampa su huella digital en un ladrillo arcilloso que demarca el territorio. En esa ocasión quedó varada la comitiva oficial debido a una inusual bajante, que Sarmiento describe con sarcasmo: “El Río de La Plata es mitrista a todas luces. Se va, se viene, cambia de propósitos y de amigos”.
Mientras describe la quemazón de miles de hectáreas en San Pedro cuya luminiscencia compara con una aurora boreal (“cuatro leguas de incendio del país ardieron en honor nuestro”), anota con orgullo los resultados de su campaña de poblamiento censando familias cuyos nombres consigna. Es, acaso, su mayor logro, consumación del “gobernar es poblar” de Alberdi. Baradero, recuerda satisfecho, merced a la importación de mano de obra suiza hecha por “hombres rubios y hermosos” había logrado una doble prosperidad: “no solo el suelo se transformó, sino que el argentino está ya transformado”. Pero no deja de lamentar que sus proyectos de ley sobre propiedad de la tierra no hayan tenido éxito por culpa de “razonadores universitarios”.
Paradójico hasta la exasperación, Sarmiento no deja de incurrir en gozosas contradicciones. Con Augusto Belín Sarmiento, su nieto y futuro editor, sale a cazar dorados con escopeta en los barriales donde las aguas mermadas los dejan boqueando. “Matamos, matamos y matamos hasta que caímos rendidos de cansancio de gritar y reír. ¡Daño inútil llevado por el placer de la destrucción!”, escribe el fundador de la Sociedad Protectora de Animales.
No sin orgullo dejó escrito que el Delta conquistado acaso sea su mayor legado.
* Director Nacional de Coordinación Cultural de la Biblioteca Nacional “Mariano Moreno”.
Nota publicada originalmente en Página/12 el 24 de agosto de 2024.
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