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Facundo Muciaccia

Independencia en la incertidumbre

POR Lic. Juan Facundo Muciaccia

Fundador y Director del CEDI


Imagen: Cuenca del Plata. Llave para pensar una política económica soberana.



La Argentina y los procesos de cambio

En la historia moderna las épocas de incertidumbre han superado a las de certidumbre. Los cambios vividos en los últimos 30 años han sido mucho más vertiginosos que los 300 años anteriores en términos de nuevas tecnologías, avances científicos, la globalización de las comunicaciones y, con todo lo anterior, los cambios de paradigmas culturales.

Estos cambios constantes han traído consigo una sensación de “crisis de valores”. Y esta sensación se da de hecho en la cotidianidad con la cultura del individualismo. Esta visión individualista, que viene a reemplazar a una cultura de valores comunitarios, impone que cada uno piense en sí mismo, en su mérito, en su posición, y se aísle de la comunidad. Una nación sin lazos comunitarios ni organizaciones fuertes, es más fácil de dominar.

A todos estos cambios debemos sumar la pandemia mundial que azotó la humanidad. Muchos de estos cambios se aceleraron, no es que haya sido un cambio de paradigma sino una aceleración por las circunstancias. El Covid-19 desnudó realidades que se susurraban en voz baja, como la profundización de la desigualdad, la precarización y la concentración de riquezas en los centros financieros de poder mundial. Un claro ejemplo de ello es la lucha por liberar las patentes de las diferentes vacunas que circulan para mitigar el Virus.

En un mundo donde lo único constante es el cambio y la incertidumbre sobre el futuro es fundamental rescatar al pensamiento estratégico como el único ordenador capaz de delimitar un horizonte fiable, que dé respuestas a los imponderables y marque un camino.


Contexto Global: el mercado como religión

La ideología neoliberal se impuso como paradigma del desarrollo económico y humano a partir de mediados de la década del ‘70 y extendió su dominio en los países del Tercer Mundo hasta la primera década del siglo XXI. A lo largo de estos años, ha demostrado su incapacidad a la hora de ofrecer una alternativa viable para el desarrollo de los pueblos de nuestra región. Su rotundo fracaso ha quedado de manifiesto en las sucesivas crisis económicas y sociales que sacudieron a América Latina durante el fin de la década de los ‘90 y principios del nuevo milenio. A pesar de ello, sus principios esenciales gozan de buena salud en la actualidad: continúan ejerciendo como principios rectores en los claustros universitarios, en las principales revistas económicas y en los grandes medios de comunicación a nivel global. El pensamiento neoliberal continúa siendo dominante.

En el año 2009, luego que la crisis que nace en el centro del dispositivo financiero se propagara a los países del Atlántico Norte, la deuda pública de los países en vías de desarrollo se disparó como consecuencia del plan de rescate al sistema financiero internacional. Los países del centro trasladaron los costos de la crisis del capitalismo hacia los países periféricos dando impulso a las privatizaciones masivas y la emisión de más deuda con el objetivo de solventar la refinanciación de la que arrastraban hasta ese momento. Esta maniobra –así como otras similares en el pasado reciente– demuestra la sorprendente capacidad del sistema capitalista para reinventarse y perpetuarse como modelo económico y humano. Es que, a pesar de su evidente inviabilidad, este modelo posee un nivel de inserción global predominante y sus principios fundamentales continúan plasmándose en las políticas públicas de los diferentes gobiernos en detrimento de los intereses de las mayorías populares.

Por su parte, gran parte de la clase política a nivel mundial confiesa una verdadera devoción por el mercado y, particularmente, por los mercados financieros. Han creado una religión de mercado. Día tras día, en los medios de comunicación masivos, se rinde tributo al “dios mercado” y al imperio del dinero. Las señales de esta nueva religión se dan a través de supuestos especialistas y comentaristas que van construyendo el sentido común de la población. La mayoría de los gobiernos han llevado a cabo privatizaciones y han creado ilusión de la participación de los ritos de mercado a la población mediante compra de acciones. Como contrapartida, sólo aquellos individuos que sean capaces de interpretar correctamente las “señales” del mercado lograrán beneficiarse con algún rédito[1].

La ilusión del capitalismo llega hasta los rincones más recónditos del planeta gracias a la globalización y sus herramientas. Centenares de millones de seres humanos, a quienes se les niega el derecho de tener sus necesidades básicas satisfechas, son invitados a celebrar esta farsa. A través de sus periodistas estrellas, las grandes corporaciones mediáticas internacionales “ayudan” a los creyentes a comprender las señales enviadas por el “dios mercado”, que no tiene nombre ni lugar. En este contexto, para mantener su poder sobre el espíritu de los creyentes, los tecno-comentaristas anuncian periódicamente que el dios-mercado ha enviado señales a los gobiernos para indicarles su satisfacción o su descontento.

A nivel global, más allá de la coalición que gobierne, la uniformidad del pensamiento económico es ley y su ejecución es pura administración con respecto a las políticas de los Estados. A su vez, la creciente concentración de la riqueza en manos de una elite dominante trae aparejada la pobreza, el desempleo y la precarización de las condiciones de vida de las grandes mayorías, especialmente en los países menos desarrollados. Y sin embargo, a pesar de la evidente inviabilidad del modelo de producción y distribución del ingreso, el capitalismo continúa demostrando su asombrosa capacidad de reinventarse y persistir vigente como paradigma global dominante.

El sistema capitalista es mucho más que un modelo económico. Además de trazar un modo de producción y distribución de la riqueza, el capitalismo atraviesa todas las dimensiones de la vida humana, entre ellas, la cultural. En efecto, una de sus principales características contemporáneas es la tendencia a una “cultura del descarte”, enfocada fundamentalmente en el consumo excesivo y en la competencia salvaje por la acumulación desenfrenada. A su vez, ese mercado necesariamente incorpora tecnología para acortar los tiempos de su producción y maximizar sus ganancias. El avance tecnológico deshumanizante ha generado una profunda crisis identitaria en hombres y mujeres que, ante la incapacidad para poder sostenerse económicamente y la falta de trabajo, carecen de herramientas y medios necesarios para lograr adaptarse a la nueva situación.

La globalización, así planteada, ha fracasado y sigue fracasando. Está generando un mundo cada vez más desigual. De conformidad con los procesos desarraigantes y deslocalizantes de la globalización, se está produciendo cada vez más, a escala planetaria, una línea divisoria nítida, que traza un surco intransitable entre los señores de las finanzas, de la bolsa y del competitivismo sin fronteras, por un lado, y los derrotados por el globalismo, por el otro. Entre estos últimos encontramos por primera vez a las clases trabajadoras y a las clases medias; los portadores de fuerza de trabajo tanto como los portadores de fuerza de trabajo neuronal/inmaterial, las clases medias burguesas, el empresariado local amenazados por el competitivismo global y por la finanza irresponsable.


Pensamiento estratégico ante el caos organizado

Por pensamiento estratégico se entienden muchas cosas. ¿A qué nos referimos cuando empleamos este concepto? Sin caer en mares teóricos de tintas exóticas, trataremos de ser lo más simple posible. Cuando hablamos de pensamiento estratégico nos referimos al desarrollo de una política de Estado que perdure en el tiempo, más allá de los gobiernos de turno; una política de Estado basada en el realismo y la economía política. Hablamos, entonces, de la sistematización de una economía política para el desarrollo nacional, impulsada desde políticas estatales instituidas y pensadas para el mediano y largo plazo.

Argentina puede livianamente caracterizarse como un país que siempre avanza justificando su propia autodestrucción (cabría, seguramente, acotar que la “destrucción” es, en todo caso, dirigida desde otros lugares con cómplices locales). Da la sensación de que la mayoría de las veces nos encontramos cíclicamente a la deriva, sea por decisiones equivocadas o adrede, sin pensar o tener en cuenta una estrategia de desarrollo continuo en el tiempo. Debido a ello, si asumimos la seriedad de este dilema, no podemos seguir hablando de pensamiento estratégico sin considerarlo en relación al interés nacional. ¿Qué significa esto? En primer lugar, situarnos en el país emergente y periférico que todavía somos, porque es desde esa perspectiva que podemos y debemos desplegar la potencia de una visión propia frente a diferentes procesos históricos. Visión propia, es decir, pararnos frente al mundo reconociendo lo que es conveniente o no lo es para el desarrollo de nuestra nación, porque toda negociación en la política internacional hoy día se realiza en un mundo que crece en su interdependencia y exige un posicionamiento activo por parte de las naciones. Esta premisa, diríamos epistemológica, implica tomar los recaudos necesarios para no caer en falsos modelos que se presentan insostenibles a lo largo del tiempo, como también tener una saludable sospecha en los formadores de opinión que, desde los grandes medios de comunicación, quieren desviarnos del propósito de una Argentina sostenible a partir de políticas de Estado que prioricen el interés nacional.

Las políticas de Estado no deben orientarse en función de cuestiones coyunturales, ya sean estas locales, regionales o globales, sino determinando cuáles son los sectores estratégicos a desarrollar y en dónde hay que invertir nuestros recursos para fomentar la innovación. Al mismo tiempo, esta perspectiva implica que el apoyo estatal a la iniciativa privada del mercado deba estar siempre enmarcado en el interés nacional (y vale aclarar, ese interés nacional no debe ser confundido con intereses locales o parcializados).

En un mundo globalizado, la identidad nacional ha resurgido con la fuerza de una trinchera de resistencia de su historia y de los derechos de quienes viven en un determinado territorio, de quienes no pueden permitirse ser “ciudadanos del mundo”, porque no tienen recursos para eso. Aunque al mismo tiempo se sienten solidarios con el planeta y con sus prójimos, tal como plantea el papa Francisco en sus mensajes.

Entre globalización e identidades, el Estado-nación sufre los embates de la historia. En general, se integra a la globalización para maximizar su acceso a riqueza y poder, formando redes transnacionales. Al hacerlo, incrementa la distancia entre el Estado y la nación, entre el imperativo global y la representación local[2].

De esta situación, no obstante, ha surgido repetidamente el anhelo de una política que trate de recuperar el control de la nación desde las raíces de los pueblos frente a la huida de sus élites en pos de la membresía del club de los amos del mundo, hecho de redes de poder y capital, es decir, de espacios de flujos cada vez más abstractos desde donde tratan de mantener el control de sus inquietos pueblos. Esta tensión y disputa permanente al interior de los países de la región con respecto al proceso de integración a las redes globales es la que se refleja en los diferentes procesos de integración regional en el continente mediante diferentes proyectos políticos que alternan para el futuro de la región.


Interés nacional

El único modo de aglutinar los intereses reales de los derrotados de la globalización, incluso desde su heterogeneidad es partir del interés nacional. Desde el movimiento nacional y popular hay que continuar fortaleciendo una coalición de gobierno y un frente que aglutine de forma solidaria a los trabajadores y al pequeño empresariado local: unión de los hombres y mujeres que viven de su trabajo contra el parasitismo del capital financiero y de la oligarquía terrateniente apátrida.

El punto de partida es nacional porque de lo que se trata es de defender nuestras raíces y nuestras perspectivas. Para recuperar el pasado y proyectar el futuro, sin seguir condenados a habitar como nuevos esclavos, carentes de mirada prospectiva y absortos en el cinismo sofisticado. Interés nacional, decimos, como vía para un desarrollo pacífico y respetuoso de las pluralidades. Debemos despedirnos del modelo de crecimiento infinito. La corrección política lanzará sus coros feroces, como siempre lo ha hecho, cada vez que el peronismo tiene posibilidades concretas de dar vuelta el orden desordenado de la globalización, mediante la independencia económica, soberanía política y la justicia social.

El Estado, la política sobre el tecnicismo de la economía

La globalización consiste en la despolitización de lo económico y la convergente neutralización de los Estados soberanos nacionales. Busca la des-soberanización del Estado y la liberalización del capital mediante las políticas neoliberales. El Estado soberano nacional es hoy el último bastión capaz de defender bienes comunes y los espacios democráticos. Es la única forma de garantizar la primacía de la política sobre la economía poniendo un límite al mercado desregulado. Es la herramienta para la construcción de un bienestar común para nuestros compatriotas dentro de un proyecto nacional con independencia económica y justicia social. Y mediante la promoción de políticas estratégicas nacionales en lo económico, en beneficio de la población, debe disciplinar, limitar y administrar en el mercado en función de la comunidad nacional.


El mundo no es una realidad inmutable, sino una realidad siempre modificable: el mundo es lo que hacemos con él.


[1] “Los dioses de esta religión son los Mercados financieros, a los que se dedicaron templos llamados Bolsas, y en donde solo son convidados los grandes sacerdotes y acólitos. Al pueblo de los creyentes se los invita a entrar en comunión con los dioses Mercado mediante la pantalla de TV o la computadora, el diario, la radio o la ventanilla de un Banco”. Toussaint, E. (2010). “La religión como mercado”. En CADTM, p. 82. [2] Ver Calderón y Castells (2019). La nueva América Latina. México: FCE, p. 15.

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