Entre las múltiples enseñanzas que dejó el –considerado por diversos profesionales como Jaime Durán Barba– padre de la consultoría política, Joseph Napolitan, está que “cada campaña es diferente”. Con esta simple frase, el consultor estadounidense esgrimía la importancia de entender cada contienda con sus particularidades, cambios y continuidades. Pero de lo que se trata, según él, es de no aplicar “fórmulas mágicas” o recetarios, sino de estudiar y entender qué tipo de elector está a punto de emitir su sufragio, con el cual elegirá al próximo Presidente de la Nación.
La particularidad de este año electoral es que no sólo están en juego cargos y funciones. Incluso la supervivencia de algunas identidades partidarias como el kirchnerismo o el macrismo –ampliamente influyentes desde el comienzo del nuevo siglo hasta la actualidad– sienten pendular sobre sí la espada de Damocles, sabiendo ambas que quien resulte derrotado estará al borde de su extinción política.
El análisis político se cierne sobre un conjunto de certezas que, aun siendo escasas, nos anticipan lo que puede ocurrir en el corto plazo. Uno de dichos saberes, conocido a partir de los sondeos de opinión pública, es el descontento que el electorado expresa –hace por lo menos 40 años– con la política. Algo que incluso amenaza con resquebrajar los pilares de la democracia como la conocemos.
Electores descontentos: ¿la política o los políticos?
El desafío de las ciencias sociales es poder decir algo y mantenerlo por algún tiempo. Entender que las personas y las sociedades son contingentes –cambian constantemente– matiza esta exigencia. Sin embargo, hay algunos elementos que vienen caracterizando a los electores hace algún tiempo. Pongamos por fecha, como decíamos, unos cuarenta años.
En términos generales, la democracia occidental ha venido dando cuentas de que el elector moderno está descontento con la política. Pero ciertamente no es con la política entendida como “herramienta para transformar la realidad” –definición que es aceptada e incluso valorada positivamente– sino que el enojo, la frustración y decepción es con los políticos.
Un reciente informe elaborado por la encuestadora Taquion –dirigida por Sergio Doval– dio cuenta de esto. Los argentinos están de acuerdo en un 74% en que “la política es un medio por el cual se consigue transformar la realidad”. Esto nos da un terreno firme en el cual –temporalmente– pisar: la política no es, por si misma, un problema.
Sin embargo, cuando Taquion preguntó a 1.237 personas si en las próximas elecciones preferiría votar por un candidato proveniente de la política –entendida como la política tradicional, los Partidos– y un 46,5% respondió que no, que prefería votar por una persona por fuera de la política. Esto en ciencia política se conoce como outsider, es decir, alguien de afuera. Los electores están pidiendo un outsider, alguien de “afuera” que no cargue con la pesada y –a juicio de ellos– denostada mochila de la política tradicional.
Ahora bien, casi por beneplácito o un gesto de retribución hacia los Partidos políticos por su gloria de antaño, se les volvió a preguntar por ellos a los electores. Entendiendo que la preferencia era por la de un outsider, se les preguntó si preferirían que ellos se presenten a los comicios junto con un Partido político. La respuesta fue contundente: un 70% señaló que preferiría que el candidato outsider no tenga nada que ver con ningún Partido.
Este descontento con los políticos se plasma en respuestas tales como que casi un 30% de los electores no iría a votar si las elecciones no fueran obligatorias. Lejos de ser esto una afirmación profética, lo cierto es que los electores –aun en un sistema electoral que los obliga a votar– están yendo en menor número respecto a los 40 años previos. Desde 1973 a la fecha la participación electoral en campañas presidenciales se redujo un 5,6%, mientras que en campañas electorales legislativas se redujo un 9%. El promedio de 82,03% de participación electoral que marca el ciclo no se alcanza desde 1999.
No es cierto que los electores no tengan la capacidad de juzgar la performance de las gestiones de gobierno. El descontento con los candidatos tiene su raíz no en una campaña electoral sino en los resultados de los gobiernos. Como señala el estudio publicado por Latinobarómetro en 2018 –sobre un total de 20.204 encuestados en 18 países de la región–, los electores perciben que, cada vez más, los políticos gobiernan para unos pocos. En el 2009, 6 de cada 10 latinoamericanos pensaban eso. Hoy lo piensan 8 de cada 10. Argentina está levemente sobre la media de este valor, alcanzando en 2018 un 82%, pero en países como en Brasil, 9 de cada 10 electores perciben que su gobierno trabaja en pos del beneficio de unos pocos. Con la solidez de este último dato proveniente del país más populoso de Latinoamérica (207 millones de habitantes), el ascenso de un líder mesiánico –y autoproclamado outsider– como Jair Bolsonaro, no admite sorpresa.
El impacto que el descontento en la política pueda tener en el futuro próximo es, ciertamente, muy riesgoso. Y no sólo para un Partido político o para el futuro electoral de un candidato. El rechazo que la política misma pueda generar en el conjunto de votantes puede afectar al futuro mismo de la democracia. Siguiendo a Latinobarómetro, la satisfacción con la democracia se redujo desde 1995 a la fecha de manera notable. Los latinoamericanos insatisfechos pasaron de ser el 56% al 71%.
Los pilares de la democracia tambalean. Los electores no están en contra de los fundamentos filosóficos o políticos de la democracia, sino que están pidiendo mejores resultados a la hora de gobernar. Y si algo cada vez está más claro es que la política, la responsabilidad por la cosa pública, no se limita al despliegue de creativas campañas electorales.
Por Leandro Bruni
Politólogo y docente
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