Las propuestas de los candidatos para América Latina no difieren: la idea es sojuzgarla.
*Por Leandro Morgenfeld
Trump y América Latina
Desde que asumió, en enero de 2017, Trump procuró, con una estrategia en parte distinta a la de sus antecesores, restablecer el poder de Estados Unidos en América Latina y el Caribe. Apeló más al hard que al soft power, reivindicó nuevamente la doctrina Monroe y optó por privilegiar los vínculos bilaterales, en detrimento de las instancias multilaterales. Para atacar a los países no alineados, en especial a Cuba y a Venezuela, el magnate neoyorquino buscó subordinar a los gobiernos neoliberales, que a su vez quedaron descolocados por su prédica proteccionista y crítica a la globalización neoliberal que impulsó Estados Unidos desde los años setenta del siglo pasado.
Más allá de su desdén hacia los latinos —blanco de su xenófobo discurso, que ahora refuerza todavía más— y las agresivas declaraciones contra Cuba y Venezuela, en sus primeros doce meses en la Casa Blanca Trump no había clarificado su política hacia América Latina y el Caribe. Con su discurso en Texas, el 1 de febrero de 2018, antes de su primera gira por la región, el entonces secretario de Estado Rex Tillerson propuso una reafirmación de la doctrina Monroe. En forma cínica, se refirió a las actitudes imperiales de China y Rusia, retomó la anacrónica retórica paternalista —que supone que Estados Unidos debe enseñarnos a construir sistemas políticos democráticos— y procuró comprometer a los gobiernos derechistas en su ataque contra los países bolivarianos: “América Latina no necesita nuevas potencias imperiales que solo pretenden beneficiarse a sí mismas. El modelo de desarrollo con dirección estatal de China es un resabio del pasado. No tiene que ser el futuro de este hemisferio. La presencia cada vez mayor de Rusia en la región también es alarmante, pues sigue vendiendo armas y equipos militares a regímenes hostiles que no comparten ni respetan valores democráticos”.
Tras su extenso discurso, en una sesión de preguntas con académicos de esa universidad, el jefe de la diplomacia estadounidense reivindicó la doctrina que el exsecretario de Estado John Kerry había dado por muerta en 2013: “En ocasiones nos hemos olvidado de la doctrina Monroe y de lo que significó para el Hemisferio. Es tan relevante hoy como lo fue entonces”.
El anacrónico discurso de Tillerson, con un claro sesgo injerencista y dominante, pudo ser acogido por gobiernos ultraderechistas como el de Bolsonaro, que tienen afinidad ideológica con ese discurso más propio de la guerra fría y que permanentemente esgrimen el modelo político y económico estadounidense como el que hay que imitar, pero no entre los pueblos, que rechazan la prédica y prácticas xenófobas y anti-latinas del trumpismo. Reafirma una tradición secular, pero a la vez le imprime un tono y un estilo que genera urticantes polémicas. Por ejemplo, cuando en una reunión con legisladores en la que discutía la reforma migratoria, el 12 de enero de 2018, Trump se refirió a El Salvador y Haití, además de otros países africanos, como “países de mierda”, esto produjo una crisis diplomática y quejas de múltiples políticos dentro y fuera de Estados Unidos.
En los meses siguientes, Trump debía concretar su primera visita a la región, pero volvió a imponerse lo imprevisto. Iba a asistir a la VIII Cumbre de las Américas (Lima, 13 y 14 de abril de 2018), pero solo tres días antes del inicio de la misma canceló su participación. Al mismo tiempo que en la capital peruana se realizaba la gala de recepción de los mandatarios participantes, Trump convocó a una conferencia de prensa en la que anunció que en ese momento estaba bombardeando Damasco, la capital siria.
Si en sus primeros meses al frente de la Casa Blanca Trump confirmó su afán disruptivo para el orden neoliberal, en su segundo año profundizó los conflictos: quebró la cumbre del G7 realizada en Canadá el 8 y 9 de junio, decidió la salida de Estados Unidos del acuerdo nuclear con Irán, trasladó la embajada estadounidense de Israel a Jerusalén y aceleró la guerra comercial con China y la Unión Europea.
Tras el reemplazo de Tillerson por Mike Pompeo al frente del Departamento de Estado y el nombramiento de John Bolton como asesor de Seguridad Nacional, los halcones ganaron peso en la Casa Blanca y profundizaron la política agresiva e injerencista contra Venezuela, Cuba y Nicaragua.
En ese contexto crítico, alinearse con alguien como Trump pareció tener un costo para las derechas latinoamericanas. Enfrentado por mujeres, inmigrantes, afroamericanos, latinos, musulmanes, estudiantes, ecologistas, sindicatos, organismos de derechos humanos y la izquierda en Estados Unidos, tenía una pésima imagen en el exterior. En los primeros días de 2018, por ejemplo, tuvo que suspender la proyectada visita a Londres, ante la alternativa de tener que enfrentar masivas movilizaciones de repudio a su presencia, y se vio envuelto en un escándalo diplomático internacional cuando se filtraron sus insultos a inmigrantes de distintos países africanos y americanos.
En marzo de 2018 Trump anunció la suba de aranceles a las importaciones de acero (25%) y aluminio (10%), sentando un precedente para lo que podría derivar en una cada vez más probable guerra comercial a escala global (Krugman, 2018). El 6 de marzo renunció Gary Cohn como jefe de asesores económicos, privando a la Casa Blanca de un referente del establishment pro libre comercio, tras lo cual se profundizó la “guerra comercial” con China, con consecuencias económicas muy negativas para América Latina.
En los meses siguientes, la administración Trump avanzó en su ofensiva contra los gobiernos latinoamericanos no alineados. Ya como funcionario, en noviembre de 2018, Bolton planteó la existencia de un nuevo eje del mal, la troika de la tiranía o el triángulo del terror: Cuba, Venezuela y Nicaragua. En abril de 2019, la Administración Trump resolvió endurecer las sanciones contra estos países. Bolton anunció estas sanciones en un airado discurso en Miami, en el que calificó despectivamente a sus presidentes como “los tres chiflados del socialismo”. Hablándole a veteranos de guerra que combatieron en la invasión de la Bahía de Cochinos, Cuba, en 1961, para derrocar a Fidel Castro, señaló: “Bajo este Gobierno, no arrojamos salvavidas a dictadores: se los quitamos. (…) Hoy proclamamos con orgullo y en voz alta que la doctrina Monroe está viva y goza de buena salud” (Infobae, 17 de abril de 2019).
Entre muchas otras acciones de injerencia, Estados Unidos estuvo detrás del intento de golpe del 30 de abril de 2019 contra Venezuela, que no tuvo nada que ver con defender la democracia, la libertad ni los derechos humanos, sino con controlar el petróleo y recuperar la hegemonía en su patio trasero, no solo en detrimento de la creciente influencia de China y Rusia, sino también de la coordinación y cooperación política que supo darse Nuestra América a principios del siglo XXI.
Biden-Kamala y la frustrada Cumbre de las Américas 2022
Cuando asumieron, en enero de 2021, los demócratas Joe Biden y Kamala Harris imaginaron que la IX Cumbre de las Américas, que originalmente se iba a concretar en el primer cuatrimestre de ese año, sería el ámbito ideal para el relanzamiento de las relaciones con América Latina y el Caribe luego del rechazo regional cosechado por Trump. Sin embargo, el cónclave de Los Ángeles resultó en un fracaso político para la Casa Blanca. Nuestra América, en tanto, se encontró ante una nueva oportunidad para relanzar la coordinación política regional y unificar una estrategia emancipatoria, en el marco de la derrota electoral de gobiernos derechistas aliados a Washington.
Biden, como representante de la fracción globalista de la clase dominante estadounidense, asumió el intento —infructuoso— de revertir la crisis de hegemonía estadounidense. Desde el inicio de su gobierno procuró recomponer el alicaído multilateralismo unipolar, a diferencia de Trump, que había promovido el unilateralismo unipolar, desdeñando los ámbitos multilaterales como la ONU, la OEA o el G20. Por eso, ni bien asumió, el demócrata declaró pomposamente que “Estados Unidos estaba de vuelta”. La IX Cumbre de las Américas, insinuaba, sería el escenario perfecto para relanzar el vínculo con América Latina y el Caribe, así como lo había hecho Obama en la Cumbre de Trinidad y Tobago en 2009, pocos meses después de llegar a la Casa Blanca, luego del traspié que había significado el NO al ALCA en Mar del Plata cuatro años antes. Justamente, Biden se jactaba de haber visitado dieciséis veces la región durante sus ocho años como vice de Obama, a diferencia de Trump que no viajó al sur del Río Bravo en todo su mandato, salvo para la fugaz visita a Buenos Aires el 30 de noviembre de 2018, para asistir a la Cumbre presidencial del G20.
Sin embargo, la esperada reunión de Los Ángeles se concretó en un momento muy inoportuno para Estados Unidos, luego del bochornoso retiro de Afganistán en 2021, que implicó una humillación para el imperio tras dos décadas de ocupación de ese país (que se suma a la incapacidad de haber concretado la caída de los gobiernos de Venezuela y Siria, hostigados de todas las formas posibles). A la crisis global que profundizó la pandemia se le sumó la guerra en Ucrania, luego de que Rusia reaccionara ante la creciente presión de la OTAN y decidiera una intervención militar, el 24 de febrero de 2022. Esta coyuntura disparó los problemas económicos internos en Estados Unidos (la mayor inflación en 40 años obligó a la Reserva Federal a subir las tasas de interés, alentando un enfriamiento de la economía) y el acelerado deterioro de la imagen del gobierno demócrata, cuyo partido perdió el control de la Cámara de Representantes en las elecciones de medio término de noviembre 2022.
Intentando un delicado equilibrio entre necesidades internas y externas, Biden cedió a las presiones del senador republicano Marco Rubio, del senador demócrata Bob Martínez y el entonces presidente del BID, el trumpista Mauricio Claver-Carone, y resolvió que solo invitaría a los líderes “elegidos democráticamente”, excluyendo a los mandatarios de Cuba (había vuelto a las Cumbres de las Américas en 2015), Venezuela (había sido excluida en la de Lima) y Nicaragua. El mantener la política de Trump de asediar a la llamada “troika del mal” desató un vendaval político en el continente y signó la suerte de la cumbre. Además, Estados Unidos, en términos económicos, no tiene casi nada para ofrecer a la región, frente a una China que avanza imparablemente como socio comercial, prestamista e inversionista en todo el continente. Washington pretende que los países latinoamericanos se le subordinen en su disputa global con Beijing y Moscú, pero, a diferencia de lo que ocurrió en los años noventa del siglo XX, ya no tiene ni un proyecto (el ALCA o luego el Tratado Transpacífico) ni el peso económico que ostentaba hace algunos años.
Cuando el 2 de mayo de 2022 el subsecretario de Estado Brian Nichols reiteró que los gobiernos que “no respetan la carta democrática” no serían invitados, se le plantó a Estados Unidos el entonces presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador (AMLO), quien tras visitar Cuba declaró que no viajaría a Los Ángeles si se imponían restricciones a la participación de países soberanos. Pronto lo secundaron los integrantes de la Comunidad del Caribe (CARICOM), el presidente boliviano Luis Arce y la presidenta hondureña Xiomara Castro. A partir de ese momento, y frente a la posibilidad de que la cumbre no se realizara, la Administración Biden se vio obligada a realizar intensas gestiones diplomáticas, incluidos los viajes de la primera dama Jill Biden (visitó Ecuador, Costa Rica y Panamá) y del exsenador Chris Dodd (asesor especial del presidente para la Cumbre), para evitar que el boicot la hiciera naufragar. Logró que Bolsonaro finalmente viajara —a cambio de una reunión bilateral con su par estadounidense— y comprometió la asistencia de Gabriel Boric y Alberto Fernández, quienes, si bien criticaron la decisión del Departamento de Estado, no se plegaron a AMLO. El 27 de mayo, en tanto, los jefes de Estado del ALBA-TCP —alianza creada en 2004 como proyecto alternativo al ALCA— se reunieron en La Habana para repudiar las exclusiones y enviar un mensaje a Estados Unidos.
Ante la ausencia de muchos mandatarios de la región (finalmente solo terminaron asistiendo 23 de 35, resultando la edición de la cumbre con más faltazos a nivel presidencial), la participación o no de Alberto Fernández cobraba especial relevancia. Si se unía a AMLO, a Luis Arce y a Xiomara Castro, quienes cumplieron su palabra y no viajaron a Los Ángeles, el golpe a la Cumbre hubiera sido letal (también faltaron, por otros motivos, los gobiernos derechistas de Guatemala y El Salvador, que eran fundamentales porque junto con México son claves para resolver la crisis migratoria que preocupa a la Casa Blanca). En los días previos, el presidente argentino subió el tono de las críticas a Estados Unidos. Sin embargo, tras el llamado telefónico de Biden y la promesa de una visita a la Casa Blanca, el presidente argentino anunció que asistiría a la Cumbre, rompiendo en los hechos la sintonía diplomática que se venía cultivando con México desde la formación del Grupo de Puebla y que fue importante, por ejemplo, para lograr la salida con vida de Evo Morales y Álvaro García Linera tras el golpe de Estado en Bolivia en 2019.
De todas maneras, y si bien viajó a Los Ángeles, el tono del discurso de Alberto Fernández, como presidente pro témpore de la CELAC, fue extremadamente duro. Señaló que el país anfitrión no podía ejercer el derecho de admisión, pidió reemplazar a Luis Almagro en la OEA por su apoyo al golpe contra Evo (“se ha utilizado a la OEA como un gendarme que facilitó un golpe de Estado en Bolivia”) y reclamó que la dirección del BID debía volver a manos de un latinoamericano. También llevó el reclamo por la soberanía de Malvinas: criticó que el logo de las Cumbre no las incluyera.
Las múltiples ausencias, más los discursos críticos —especialmente el del canciller mexicano, quién sí viajó a Los Ángeles—, el escrache contra el golpista Luis Almagro el martes 7 de junio —repudiado como “asesino”, “mentiroso” y “títere de Washington”—, la Cumbre de los Pueblos y la movilización callejera en contra de las exclusiones muestran que Estados Unidos ya no puede imponer su voluntad como antes. El problema es que falta desplegar una estrategia regional articulada y recuperar la iniciativa. La UNASUR, convaleciente luego del retiro de los gobiernos derechistas alineados con Estados Unidos durante la llamada restauración conservadora, y la CELAC podrían ser un ámbito para avanzar hacia una mayor coordinación política e integración regional.
El viernes 10 de junio, Biden cerraba el encuentro de presidentes con la firma de la Declaración de Los Ángeles y algunas limitadísimas promesas de ayuda económica para contener a los migrantes y ampliar a veinte mil los refugiados anuales que aceptará Estados Unidos. En realidad, hay una militarización de la problemática, ya que Estados Unidos pretende sumar a México y Colombia como aliados principales extra-OTAN, o sea, subordinarlos a la estrategia de Washington contra los otros polos de poder global. En el discurso oficial aparecieron las habituales apelaciones a la democracia, la seguridad hemisférica, el libre mercado, los derechos humanos y la inversión privada. Sin embargo, esta vez, Estados Unidos fracasó en imponer el dominio paternalista que se desprende de la doctrina Monroe.
El traspié no solo ocurrió a nivel gubernamental, sino que, por abajo, y en estrecha relación con las luchas que hicieron retroceder a los gobiernos neoliberales desde 2018, crece también la articulación de las resistencias, como se vio en la Contracumbre de los Pueblos realizada en Los Ángeles. En Ciudad de México, esa misma semana, miles de académicos y activistas se reunieron en la Conferencia Latinoamericana y Caribeña de Ciencias Sociales para pensar y debatir cómo construir ese otro mundo posible. El mismo día que cerraba el cónclave de mandatarios en Estados Unidos, más de cien mil personas colmaron el Zócalo de la capital azteca para escuchar al cubano Silvio Rodríguez, en el más que simbólico cierre del evento organizado por CLACSO. Como señaló Álvaro García Linera, en una entrevista desde México: “Hay, de América Latina hacia Estados Unidos, pérdida de miedo y hasta falta de respeto ante el poderoso. Se ha desvanecido la idolatría y sumisión voluntaria de las élites políticas hacia lo norteamericano. Era una especie de cadena mental que te amarraba a mover tu cabeza siempre diciendo sí a lo que decía Estados Unidos. Ahora no lo oyes. Te vas. No vienes. Dices lo que quieras. Los otros nos desprecian y nosotros les hemos perdido el respeto. México ha liderado este divorcio”. La anfitriona de ese evento masivo fue la entonces Jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum, quien justamente esta semana acaba de colmar el Zócalo, el 1 de octubre, cuando asumió como la primer presidenta en la historia de ese país, tras el sexenio de AMLO.
¿Qué prometen Trump y Kamala para América Latina?
Al igual que en 2016, Trump volvió a elegir estigmatizar a los inmigrantes indocumentados, sobre todo a los latinos, para la campaña electoral. Promete llevar adelante la deportación más grande de la historia y blindar la frontera con México. Forzó a los senadores republicanos para que rechazaran un acuerdo fronterizo bipartidista al que se había llegado a principios de este año, optando por defender sus propuestas de línea dura.
Su candidato a vice, J. D. Vance, repitió este martes, en el debate vicepresidencial, la información errónea de que hay 25 millones de indocumentados en Estados Unidos, más del doble que la cifra oficial registrada.
Trump sostiene que procurará retomar los lineamientos de su anterior mandato, vinculando la seguridad nacional de Estados Unidos con el crecimiento económico del resto del continente, a través de la iniciativa “América Crece”, que prometía inversiones en energía e infraestructura, e impulsó al capital privado estadounidense en el resto de América Latina, para competir con las inversiones chinas, y con la dependencia de los organismos multilaterales de crédito, vilipendiados por el candidato republicano.
El argumento de Mauricio Claver Carone, uno de los principales asesores de Trump en la política hemisférica, es que los demócratas abandonaron la región, por involucrarse en conflictos globales: “Para ser justos con Biden, no tuvo mucho que ofrecer en relación con las Américas en el discurso sobre el Estado de la Unión de 2024 debido a sus políticas equivocadas. Además, bajo su mandato, el mundo se ve nuevamente consumido por las crisis globales en Ucrania, Oriente Medio y el Mar de China Meridional. Los enemigos de Estados Unidos en Rusia, China, Irán y Corea del Norte han aprovechado las distracciones y han unido fuerzas para diluir la capacidad de Estados Unidos de responder a conflictos globales simultáneos”.
Mientras Estados Unidos pierde relevancia económica en la región, excepto en México, China viene avanzando aceleradamente. El comercio global entre el gigante asiático y América Latina fue de 475.259 millones de dólares en 2023 (280.632 importaciones y 194.627 millones exportaciones). El total de inversiones de origen chino fue de 147.900 millones de dólares, de las cuales 130.100 fueron no-financieras. Ni Trump ni Biden-Kamala lograron revertir esta tendencia cuando gobernaron en los últimos ocho años.
Más allá de las promesas de uno u otra —exiguas en tanto en la campaña hubo casi nulas referencias a la región, salvo para agredir a Cuba y Venezuela o para plantearla como el origen de la invasión de inmigrantes latinos ilegales—, lo cierto es que ambos candidatos ya fueron gobierno recientemente. En un momento de declive relativo, Estados Unidos refuerza la presión militar y diplomática para sostener su histórico dominio en Nuestra América. En la actualidad, tal como se establece en la Estrategia de Seguridad Nacional de 2022, Estados Unidos aplica la disuasión integrada. No es casual entonces que, en 2023, justo en el bicentenario de la doctrina Monroe, Laura Richardson, la jefa del Comando Sur, haya declarado que la región era fundamental para Estados Unidos por los apetecidos recursos naturales que posee, en particular litio, petróleo, cobre, oro y agua dulce, así como la biodiversidad del Amazonas. Pero tiene poco para ofrecer en materia económica. El caso argentino es elocuente. Pese a la política de sumisión total a Washington desplegada por Javier Milei, recientemente está iniciando un giro para atraer inversiones y financiamiento por parte de China, ante los nulos resultados conseguidos por el equipo económico liderado por Caputo (otra vez, como durante la gestión Macri, no hubo “lluvia de inversiones”).
¿Para América Latina da igual que gane Trump o Kamala Harris?
Lo primero que hay que decir es que la estrategia estadounidense de mantener a su patio trasero como su área de influencia, defender sus bases militares y los intereses de sus corporaciones y atacar a los gobiernos, actores sociales y políticos que promuevan una integración latinoamericana autónoma es un objetivo compartido por todo el establishment estadounidense desde el establecimiento de la doctrina Monroe (1823).
Las diferencias son en las tácticas y las modalidades empleadas, en el uso de hard (Trump) o soft power (Kamala), en apelar más al multilateralismo (Kamala) o al bilateralismo (Trump) y en la retórica más o menos agresiva, por ejemplo, contra Cuba. Tener esto en claro es fundamental para no alimentar falsas expectativas. Ya Obama decepcionó a quienes creyeron en su promesa de 2009 de una nueva política “entre iguales” con los países de la región. Dicho esto, hay diferencias.
La vuelta de Trump a la Casa Blanca potenciaría a las ultraderechas, como ocurrió con Jair Bolsonaro en Brasil en 2018. Sin Trump en la Casa Blanca, difícil imaginar que el militar podría haberse encaramado en el poder. Lo mismo puede decirse sobre la ofensiva contra cualquier política económico-social incluso tímidamente igualitarista, o contra los derechos sociales conquistados o por conquistar (sindicales, de las diversidades sexuales, del aborto legal, de las luchas de los pueblos originarios por las tierras o de los ambientalistas contra el extractivismo). Cuatro años más de Trump implicarían un corrimiento todavía mayor hacia a la (ultra)derecha en todo el mundo, y en especial en América Latina. Es cierto que el magnate no promovió los mega acuerdos de libre comercio que impulsaban los globalistas ni impulsó (todavía) guerras en el extranjero. Pero el avance de la internacional ultraderechista apañada por los trumpistas y sus émulos latinoamericanos implica un peligro enorme para la región, que hoy padecemos en Argentina y El Salvador, por poner dos ejemplos claros. Una derrota de Trump sería también un revés para quienes, con una retórica propia de la guerra fría, acusan a todos de socialistas intentando bloquear cualquier perspectiva emancipatoria a nivel local, nacional, regional e internacional. Una derrota de Trump dejaría más solo a Milei. El pasado lunes hubo dos fotos elocuentes al respecto. Por un lado, el presidente argentino saliendo al balcón de la Casa Rosada, ante una plaza vacía, con el presidente salvadoreño Nayib Bukele, ambos fervorosos admiradores de Trump y de Elon Musk. Ese mismo día AMLO, con un 70% de imagen positiva, se despedía de la presidencia de México junto a los presidentes de Brasil, Colombia, Cuba, Chile, Honduras, Guatemala y Belice, para recibir a Claudia Sheinbaum. Dos orientaciones antagónicas en Nuestra América, que enfrentarán distintos escenarios, de acuerdo a quién controle la Casa Blanca.
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