Una nota (1) del colega Leandro Bruni, publicada recientemente con motivo de la conmemoración de los 35 años de la asunción presidencial de Raúl Alfonsín, nos invita a reflexionar sobre el desempeño y las tensiones que experimentan las instituciones democráticas frente a una ciudadanía atravesada por los profundos y vertiginosos cambios de nuestra época.
Entre los valiosos comentarios del artículo se señalan dos características claves para comprender las multitudinarias manifestaciones de ciudadanos disconformes que de forma más o menos organizada han ocupado la escena política en los últimos años. La primera de ellas es que el descontento que se manifiesta en el espacio público se ve amplificado por la utilización de dispositivos tecnológicos y redes sociales. La segunda es que la disconformidad o el rechazo no se deposita sobre elementos exteriores sino sobre componentes internos del sistema, donde la clase política encabeza la lista de cuestionados.
Ambos puntos suscitan un gran interés para las ciencias sociales, y en este sentido coincidimos con lo señalado por Bruni sobre el rol fundamental que debe desempeñar la Academia para analizar, comprender y aportar al fortalecimiento de la democracia. Pero más allá de las universidades, los institutos o los centros de estudios, la preocupación por estos fenómenos importa especialmente a los distintos Partidos y fuerzas políticas que deben readaptar sus estructuras y prácticas a la nueva realidad, o perecer en el intento.
¿Cuál es el rol de la dirigencia política en este contexto? ¿Qué características deben poseer los líderes políticos de nuestro tiempo? ¿Qué espera la ciudadanía de ellos? Estas preguntas claramente interpelan a quienes se dedican al estudio de la política pero, sobre todo, quitan el sueño a quienes en cada elección deben competir por los votos necesarios para permanecer en el poder o acceder a él.
El tipo de relación entre políticos y ciudadanos, entre representantes y representados, es uno de los ejes principales sobre los que se construye un sistema de gobierno. De la salud de este vínculo depende el grado de descontento –eventualmente de conflicto–, que la sociedad tenga con sus gobernantes.
El fenómeno de los indignados en España, el movimiento Occupy Wall Street en EE.UU, la Revolución de los Paraguas en Hong Kong o más recientemente la movilización de los chalecos amarillos en Francia, son algunas de las protestas multitudinarias que nos obligan a ensayar nuevas respuestas para la clásica pregunta sobre las causas que llevan a los representados a rebelarse contra sus representantes. En 1978, el norteamericano Barrington Moore Jr. publicó una obra central para la sociología política intentando responder este viejo interrogante (2). Su planteo giraba en torno al concepto de reciprocidad que, según él, era fundamental para poder entender la relación entre pueblo y gobernantes. Esta idea supone un pacto social tácito que redunda en un beneficio para toda la comunidad mediante el cual los representados aceptan sus obligaciones. Pero estas obligaciones (la fundamental, obedecer a las autoridades) son de naturaleza recíproca: como contrapartida, los representantes deben cumplir con las que corresponden a ellos (servir y proteger). Moore consideraba que sin la idea de reciprocidad “se vuelve imposible interpretar a la sociedad humana como la consecuencia de cualquier otra cosa que no sea la fuerza o el fraude perpetuos” (p.477).
Podemos observar que la idea de reciprocidad ha estado implícita en el lenguaje político desde hace siglos. Su uso retórico e ideológico ha tenido un gran potencial, en tanto la crítica popular a la autoridad de los gobernantes se ha fundamentado repetidamente en el incumplimiento de las obligaciones para con el pueblo.
Los indicadores mencionados por Bruni, que surgen del informe anual de Latinobarómetro, expresan un desgaste progresivo del lazo de reciprocidad entre representantes y representados en casi todos los países de América Latina.
El análisis de las variables presentadas puede dar origen a diversas lecturas y las relaciones de causalidad que se observan son múltiples. Sin embargo, la información obtenida con el relevamiento marca de forma rotunda algo que no nos resulta inesperado: la mayor parte de la sociedad está disconforme con sus representantes.
En Argentina, que el 82% de los ciudadanos crea que está siendo gobernado por unos cuantos grupos poderosos que buscan su propio beneficio, que el 74% confíe poco o nada en el Congreso Nacional y que el 86% tenga poca o ninguna confianza en los Partidos políticos (3), nos habla de la crisis de ese lazo de reciprocidad sobre el que reflexiona Moore.
Frente a este descontento con las instituciones de la democracia representativa o, como suele rotularse en el discurso coloquial, con “los políticos”, en las últimas décadas se ha producido un aumento considerable de las formas de participación política no institucionalizadas (4).
A partir de estas experiencias sigue siendo pertinente interrogarnos sobre cuál es el vínculo entre la sociedad y lo político. ¿Podemos sostener que la ciudadanía muestra un rechazo hacia la práctica política? Y en este punto no nos referimos a la política en sentido amplio (como actividad en cualquier ámbito social orientada al diseño y al logro de una meta colectiva) sino a la política en sentido estricto (como actividad que busca dirigir o influir en la dirección del Estado).
Solemos ver que movilizaciones multitudinarias con un carácter netamente político (en sentido estricto) no se reconocen a sí mismas de esa forma y, paradójicamente, parecen incrementar su poder de convocatoria en tanto se presentan en sociedad como desprovistas del adjetivo “político”.
El politólogo Bernard Manin señala tres características que suelen presentar estas formas de participación políticas no institucionalizadas: 1) se producen de forma episódica en función de la oportunidad generada por un contexto específico, 2) se encuentran ligadas a un objeto o tema en particular y no a un vasto programa y, 3) los ciudadanos que se movilizan lo hacen buscando influir directamente en las decisiones de gobierno y en aquellos que las toman(5).
Podemos poner en duda la idea de que la ciudadanía actual haya dejado de creer en la política y en su potencial de transformación social. A primera vista, parece resultar claro que el descontento y la desconfianza no se deposita sobre la acción política en sí (aunque entre los motivos que impulsen a la acción en determinado momento se encuentre la creencia de que no se está actuando políticamente) sino sobre la dirigencia política en particular.
Pero entonces, ¿cuáles son los límites de esta crítica? ¿Qué lugar queda para “los políticos” en una sociedad que reniega de ellos? ¿Es posible pensar en una ciudadanía autónoma, liberada de la clase política? El gran debate que se origina en estas preguntas debe tener en consideración dos aristas fundamentales.
La primera de ellas tiene que ver con los cambios que ha experimentado el vínculo de representación política en las democracias contemporáneas. Como señala Isidoro Cheresky (6), en la actualidad la escena política nacional no es definida por el sistema de partidos tradicional sino que se organiza en función de líderes de popularidad (en torno a los cuales se articulan las redes partidarias). El rol mediador de los Partidos disminuye frente a dirigentes que establecen una relación más directa con la ciudadanía. Y en este vínculo de representación, el rol instituyente del representante prevalece sobre el rol expresivo. Es decir, más que detectar clivajes sociales preexistentes o recibir demandas de los ciudadanos, los líderes políticos actuales son los que las crean o reformulan (por supuesto, no de forma arbitraria).
La segunda cuestión a considerar es la noción de lo impolítico descripta por Pierre Rosanvallon (7) al analizar las nuevas formas de la democracia. Para Rosanvallon el problema de las sociedades actuales no es la despolitización o la anti-política de sus ciudadanos sino la impolítica.
La impolítica produce dos efectos que se vuelven en contra de los propios representados. Por un lado, al separar la esfera de la sociedad civil de la esfera política, el campo de lo político tiende a ser colocado en un lugar de exterioridad respecto de la propia sociedad. En este contexto el ciudadano se transforma en un “consumidor político cada vez más exigente, renunciando tácitamente a ser productor asociado del mundo común” (p. 247). El inconveniente en este punto se encuentra en que la forma en que se manifiestan esas expectativas y exigencias conduce a deslegitimar y debilitar los poderes a los cuales se dirigen: descontento asegurado.
Por otro lado, la impolítica también genera una creciente fragmentación del campo de lo político entorpeciendo una visión integral de los problemas que surgen de la vida en sociedad y, por lo tanto, una aprehensión global de la acción política (p. 248).
La mayoría de las movilizaciones ciudadanas de nuestro tiempo son grandes manifestaciones de rechazo, por lo que uno de sus rasgos característicos es la negatividad (8). La pura negatividad, la formulación de demandas en términos absolutos, la incapacidad de reconocer y negociar con otros actores de la comunidad política puede intensificar la impotencia de una sociedad que en ocasiones no logra traducir sus demandas en políticas públicas concretas.
En este marco, los Partidos políticos y sus líderes continúan siendo una pieza fundamental en el engranaje democrático. Los dirigentes políticos tienen una enorme responsabilidad que deriva no solo de su rol expresivo de las demandas ciudadanas sino también de su capacidad instituyente sobre la forma en la que una comunidad se piensa a sí misma.
Al mismo tiempo, la complejidad e interrelación de las cuestiones sociales, económicas, culturales, ambientales, requiere de debates estratégicos para lograr una unidad de concepción que se traduzca en planes de acción política. Por el momento, solo fuerzas políticas organizadas institucionalmente pueden llevar adelante estos procesos. Para fortalecer la democracia representativa continúa siendo condición necesaria el fortalecimiento de los Partidos políticos. Por el contrario, debilitar a los Partidos políticos y devaluar a sus dirigentes conlleva el riesgo de trasladar el poder a esferas donde la representatividad y la democracia se opacan aún más.
La posmodernidad trajo consigo sociedades fragmentadas, donde la solidez de instituciones tradicionales es puesta en cuestión de forma permanente. El creciente individualismo, que proclama la defensa de la libertad y la autodeterminación de las personas, arroja a la mayoría de ellas a una vida de incertidumbre, vacío y miseria. Sólo desde la política puede construirse una comunidad de sentido que permita a los ciudadanos transformar una realidad que ellos mismos producen y que se les presenta como ajena. Sólo desde la política puede pensarse un pueblo capaz de ser artífice de su propio destino.
(1) Bruni, L. (5-01-2018). Democracia: una construcción permanente. CEDI. Disponible en: https://www.cedesarrollointegral.com/blog/democracia-una-construcci%C3%B3n-permanente-leandro-bruni
(2) Moore, B., Jr. (1996). La injusticia. Bases sociales de la obediencia y la rebelión. México: Universidad Nacional Autónoma de México.
(3) Informe Latinobarómetro 2018. Disponible en: http://www.latinobarometro.org
(4) Klingeman H.D. y Fuchs D. (1995). Citizens and the State: a relationship transformed. En Klingeman H.D. y Fuchs D. (eds.) Citizens and the State. Oxford: Oxford University Press.
(5) Manin B. (2015). La democracia de audiencia revisitada. En Annunziata, R. (comp). ¿Hacia una mutación de la democracia? Buenos Aires: Prometeo Libros (pp. 19-41).
(6) Cheresky I. (2015). Comentario en torno a los partidos y a la representación en la democracia de audiencia. En Annunziata, R. Op. cit. (pp. 19-41).
(7) Rosanvallon P. (2007). La contrademocracia: la política en la era de la desconfianza. 1a ed. Buenos Aires: Ediciones Manantiales)
(8) Cheresky. Op. cit. (pp. 19-41).
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