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Foto del escritorGustavo Ignacio Míguez

Arde el Paraná

Actualizado: 20 nov 2020

POR Gustavo Ignacio Míguez



Siguen llegando noticias de los incendios por la quema de pastizales en las islas de Victoria, Entre Ríos, y la cuenca del Paraná ocupa una vez más la agenda pública en lo que va del año, luego de verse sacudida por el vaivén político entre la situación de la empresa Vicentín y la propuesta inicial de expropiación del gobierno nacional, enmarcada en una política de soberanía alimentaria. De menor repercusión que las anteriores, el cauce del Paraná fue también escenario de un entramado de idas y vueltas diplomáticas cuando en los meses de abril y mayo se sufrió del lado argentino una de las mayores bajantes históricas que se hayan registrado. Las explicaciones para este fenómeno son variadas y abarcan tanto las extensas sequías en Brasil, Paraguay y el noreste argentino como la creciente deforestación, el avance agropecuario e inmobiliario indiscriminado en zonas de humedales y, detalle no menor, el reacomodamiento geopolítico de intereses en torno al puerto de Montevideo (que a históricas ventajas geográficas comparativas respecto de Buenos Aires ha sumado en los últimos años la construcción de nuevos muelles con capitales chinos y el flamante dragado de su canal, mientras del lado argentino sigue trabada la muy necesaria obra de construcción del Canal Magdalena)[1].

Lo que aquí nos interesa es remarcar que estos tres hechos que han tenido en pocos meses a la cuenca del Paraná-Río de la Plata como protagonista no pueden reducirse ni a una problemática estrictamente local de mayor o menor magnitud ni a una especificidad territorial delimitada: se anudan como problemática profunda y cara a nuestra historia nacional. La discusión es de larga data y de enorme valor económico, ambiental, social y geopolítico para los intereses estratégicos del país. Por eso sostendremos que conforma una verdadera causa nacional y exige una mirada integral. En esta y en las próximas notas que se publicarán llamaremos procesos de desertificación (es decir, de vaciamiento o nulificación material y simbólico-cultural)[2] a los nodos explicativos de lo que acontece “allá lejos y hace tiempo” en la cuenca del Paraná. En ese sentido, esta es una invitación a leer la actualidad desde las más dramáticas páginas escritas en el siglo XIX y el siglo XX, esto es, como reverso de la consolidación de un modelo de país agroexportador de materias primas y dependiente de políticas diseñadas externamente: primero en el norte europeo, luego en el norte de América.

Nada mejor que este año conmemorativo por los 150 años del natalicio de Manuel Belgrano, uno de los pocos entre los suyos en pensar un proyecto integral nuestroamericano de desarrollo fluvial y marítimo de las Provincias Unidas del Río de la Plata, para recordar que no puede haber plan estratégico de desarrollo alguno y una política de Estado inclusiva ajenos a una memoria nacional que, lejos de ser un archivo muerto, está en constante disputa con quienes buscan denegarle la voz al pueblo.

Un Plan de desarrollo y cuidado ambiental

El último episodio de quema intencional de pastizales en las islas del Paraná ocasionó una reacción popular inmediata, principalmente en la ciudad de Rosario, la mayor urbe perjudicada. Aunque no se contiene allí, dado que tras varias semanas de los primeros focos, los vientos que acarrean el humo llegaron ya a varias zonas de la provincia de Buenos Aires, como Baradero y Tigre. Y mientras se intensifican los problemas diplomáticos y políticos entre las distintas provincias, y entre el Estado y los productores agropecuarios, la marcha continúa.

Los primeros efectos del fenómeno se constataron en las afecciones en las vías respiratorias que están sufriendo cientos de compatriotas. A este hecho de por sí grave hay que sumarle el enorme daño a la biodiversidad de la cuenca, en tanto la extensión de los incendios ya se contabiliza en más de 70 mil hectáreas. Este dato genera en muchas personas cierta perplejidad, producto del desconocimiento de la región. Por eso conviene recordar que cuando se habla de “las islas” que forman la región del Delta del Paraná en realidad lo que se está describiendo es un inmenso macrosistema de humedales que alberga una importante diversidad biológica y configura un ecosistema vulnerable. ¿Cuál es el aporte de los humedales? Proveen agua; filtran y retienen nutrientes y contaminantes; proveen alimento para personas y fauna silvestre y doméstica; amortiguan las crecientes (son un reparo natural para las inundaciones); mitigan la pérdida y salinización de suelos; son una fuente de almacenamiento de carbono; recargan y descargan los acuíferos; estabilizan los microclimas de la región y añaden un valor cultural importantísimo para el desarrollo de un proyecto de país integral (que excede en mucho el mentado “desierto”, figura con la que desde el siglo XIX se ha justificado el avance depredador sobre nuestro territorio y sus comunidades). Puede darse cuenta de la importancia insoslayable de los humedales trayendo a colación tan sólo algunos pocos datos: “cubren el 10% de la superficie terrestre y el 32,5% en la región Neotropical, proporcionando cerca del 46% del valor monetario total atribuible globalmente a los servicios de los ecosistemas. De ellos depende cerca del 25% de la productividad neta del planeta y se estima que pueden capturar hasta el 40 % del carbono terrestre del mundo”[3]. De allí los reiterados intentos en los últimos años por lograr con urgencia que la región sea protegida con una Ley de Humedales.

Por otra parte, hay que considerar que las condiciones climáticas de las islas muchas veces facilitan los focos de incendios descontrolados debido a razones tan diversas como las bajantes del río, sequías varias, heladas, o porque al ser zonas anegadas de difícil acceso impiden una respuesta rápida y coordinada por parte del Estado. Eso, cuando efectivamente se tiene la voluntad política de solucionar el problema. Y además, cuando se tienen los insumos necesarios para llevar adelante una política eficaz de prevención y resolución de problemas forestales. Porque más allá del despilfarro de la Ministra Bullrich en la gestión anterior (por ejemplo, al comprar lanchas israeslíes –sobreprecio mediante– que, por desconocimiento o desinterés político, no son óptimas para la navegación en nuestras aguas), la realidad es que al hablar del desabastecimiento –cuando no de las condiciones paupérrimas– en que trabaja la Prefectura Naval, nos enfrentamos a una deuda política que lleva décadas. A su vez, estas afirmaciones habría que ponerlas bajo la siguiente perspectiva: en realidad con lo que no contamos todavía es con un sistema adecuado para tratar los incendios en todo el país, más allá de la situación de las islas, algo que se demuestra año tras año durante el verano.

La situación es definitivamente compleja, entonces. Pero para el caso puntual de los últimos incendios al menos contamos con una ventaja: no caben dudas de que se trata de una tragedia intencional producto de la negligencia mercantilista. Y lo interesante es que tras algunas semanas y según los relevamientos en diversos medios, la inmensa mayoría de la población –lo que excede en mucho a quienes están inscriptos e inscriptas en agrupaciones ecologistas– adjudica directamente la responsabilidad de la catástrofe ambiental al empresariado ganadero. Esto es una novedad positiva a los efectos de encontrar soluciones en el corto o mediano plazo. Porque nos encontramos en el umbral de un cambio en la sensibilidad popular, y el Estado debe tomar nota.

Tomar nota para recuperar la iniciativa, por ejemplo, del “Plan integral estratégico para la conservación y aprovechamiento en el Delta del Paraná” (PIECAS-DP), desarrollado por la Secretaría de Ambiente y Desarrollo Sustentable (hoy Ministerio) tras los enormes incendios del año 2008. El PIECAS serviría, si alguna vez terminara de “arrancar” y fuera financiado correctamente, como la instancia perfecta de encuentro entre las diferentes jurisdicciones afectadas por este y otros problemas de los humedales (las provincias de Buenos Aires, Entre Ríos y Santa Fe), y elaborar lineamientos y recomendaciones para las intervenciones territoriales que se realicen en el Delta del Paraná.

Cabe recordar que en el contexto de la ya comentada bajante extraordinaria del río Paraná las autoridades nacionales y provinciales se comprometieron a, entre otras cosas, activar el Comité Interjurisdiccional de Alto Nivel (CIAN) para abordar temas de coyuntura sobre la protección de la flora y fauna silvestre, así como en la ratificación de los lineamientos estratégicos del PIECAS y la implementación de una coordinación interjurisdiccional y articulación intersectorial para la gestión ambiental de los humedales del Delta. Esto es un paso adelante en el control de la producción para que se promuevan sinergias con otras actividades económicas que contribuyan al desarrollo sostenible del territorio. Así lo ha resaltado en sus últimas entrevistas el ministro de Ambiente y Desarrollo Sostenible de la Nación, Juan Cabandié, que viene realizando visitas a la zona afectada prácticamente desde el comienzo de su gestión. Y esperamos que la cosa no termine allí.


Una Ley Nacional de Humedales

¿Por qué una Ley de Humedales? La primera respuesta es que se ha demostrado que en las zonas protegidas se logró una coexistencia eficaz entre el cuidado ambiental y el desarrollo agropecuario. El anteriormente citado Plan PIECAS-DP lo indica en unos de sus diagnósticos: “Paralelamente podemos verificar que cuando se desarrollan formas de ordenamiento territorial, como por ejemplo la Reserva de Biosfera del Delta del Paraná (Programa MAB UNESCO) –una verdadera experiencia piloto de ocho años dentro del ecosistema en conflicto–, al involucrarse los administradores locales, con apoyo de expertos universitarios y participación de los productores, el resultado es sumamente alentador, al punto que en los incendios acontecidos en el Delta no se han verificado focos en el área, pese a la existencia de producción ganadera”.

Mientras en algunos medios se insistió en reflotar un viejo debate que plantea una alternativa férrea entre directamente prohibir la actividad ganadera en las islas o su regulación, lo cierto es que la quema intencional de pastizales está de por sí prohibida en la provincia de Entre Ríos y no se ha solucionado nada con ello. Si bien tanto el ministro Cabandié como el gobernador de la Provincia de Entre Ríos Gustavo Bordet avanzaron con causas penales contra los productores agropecuarios responsables del enorme crimen ambiental que enfrentamos, todavía no contamos con una regulación que prevenga de modo integral lo que acontece en las islas por el accionar clandestino de la quema de pastizales y la explotación indiscriminada. La Ley de Humedales viene a cubrir ese bache para proteger de modo firme y definitivo este gran reservorio de biodiversidad.

El último proyecto de Ley Nacional es de 2016 y tuvo cierto consenso incluso en sectores de la producción. Así lo indica el especialista Julián Monkes en una reciente entrevista en Tiempo Argentino[4], donde trata de sortear las posibles dificultades y reparos de los sectores del agro al señalar que con la Ley no se trata de eliminar de una vez y para siempre la práctica de la quema de pastizales. “Yo no estoy en contra del fuego controlado ni de la agricultura, pero discutamos sobre cómo llevar a cabo esas prácticas en los humedales. Esto que está pasando es escandaloso, no puede haber 3000 focos de incendio y que los habitantes de Rosario se vean cercados por el humo que afecta directamente su salud”. Y en ese sentido, desde una posición ciertamente responsable, afirma: “Para esto tenemos que discutir las bases de qué significa producir de manera sustentable en las islas, hay formas de producción que no necesitan químicos, que no son de gran extensión pero que son viables en un sistema de humedales. Entonces hay que llegar a eso, trabajar con instituciones como el INTA, como Prohuerta y demás para poder pensar una nueva forma de vincularnos y de producir en las islas que no requieran estas prácticas tan dañinas”.

El investigador corre el eje de cierta agenda mediatizada que sigue apostando a la confrontación partidaria antes que a un aporte a la consolidación de una política de Estado. Dice Monkes en un tono que no siempre es el que prima en la discusiones dentro del propio movimiento nacional y popular: “Yo creo que [en el pasaje del proyecto de Ley de 2013 y el presentado y aprobado en Senado en 2016] no se cambiaron cuestiones nodales, excepto la exclusión de los salares de altura, y ahí sí podemos ver el trabajo del lobby minero. Mi trabajo en la zona del Delta es con productores, y me parece que no hay una intencionalidad de destruir ecosistemas ni que no les importa el ambiente, creo que hay que problematizar esa mirada sobre el productor como seres malvados por naturaleza. Eso no es así, y a veces algunos sectores confrontan desde ese lugar, y ahí no es posible construir un diálogo para crear una ley que incorpore los intereses de los diversos actores. Dicho esto, cuando se abrió el proceso de diálogo entendieron que la ley en concreto no les iba a tirar los diques o impedir producir, sino que iba a discutir algunas formas y algunas normas. A partir de que se generó ese nuevo escenario de diálogo en el que entendieron por dónde iba la ley, y que no se trataba de hacer un gran parque nacional de todo el Delta, sino que establece un piso sobre cómo producir en el humedal. En 2013, los mismos productores te decían: ‘Me quieren tirar abajo los diques’, pero la ley no tenía ese espíritu”.

Una nación soberana

No es nada novedoso que el complejo escenario nacional presenta fronteras agropecuarias que no paran de extenderse bajo la práctica del desmonte y la quema sin tener como correlato un incremento en la producción de alimentos para el país. Al mismo tiempo, supone una arbitrariedad engañosa y autocomplaciente definir a la producción agropecuaria como el mal radical, a secas. Ahora bien, un proyecto de país con la gente adentro perdura en la memoria nacional como destino incierto, pero podemos estar seguros y seguras que no se condice con una visión reduccionista que aluda al incremento unilateral e irrestricto de commodities, a secas. En los intersticios de estas alternativas de modelos que se niegan unos a otros es donde probablemente lograremos encontrar políticas públicas de mediano plazo realizables.

Al respecto, es oportuno el señalamiento nuevamente de Julián Monkes sobre la ausencia de una discusión pública sobre “qué, para qué y para quién producimos en el país. Porque soja y carne sobran, porque rinden económicamente, pero hortalizas y frutas faltan, se produce poco en relación con las necesidades para alcanzar una alimentación saludable. ¿Por qué no se impulsan programas para favorecer estos cultivos sin la necesidad de usar químicos, en lugar de seguir fomentando el avance de la soja y la ganadería? Discutir el modelo de desarrollo es también un punto clave para entender cómo nos revinculamos con el ambiente y, básicamente, cómo hacemos para no destruirlo”.

Si se nos permite la licencia ensayística, lo que hemos pensado en estas líneas como alternativa a los procesos de desertificación de nuestra patria (de ayer y hoy) podría definirse como una política de des-apropiación que ponga en jaque de forma coordinada pero también responsable la apropiación privada (“privativa” se ajustaría mejor) de nuestros recursos naturales. Como bien han señalado recientemente Sebastián Russo y Lucas Saporosi[5], tenemos que remontarnos al primer peronismo para encontrar el momento histórico en que se “puso en jaque de ley esa expropiación originaria y [se] mostró que sembrar el suelo nunca se tradujo en servir a la patria, si no era el Estado quien desplegara las semillas y acopiara los granos. Si el peronismo fue el hecho maldito del país burgués, lo fue porque, sin negar la propiedad, evidenció su mecanismo de reproducción y demostró la imperiosa necesidad de que el Estado ingresara en esa discusión. En definitiva, le arrebató a la propiedad la pregunta perturbadora acerca de lo propio”.

Traemos a colación esta referencia porque el escenario que acabamos de recorrer plantea de lleno y de modo acuciante la pregunta nacional por “lo propio”. Lo que nos es propio como nación libre, justa y soberana. Lo propio, que no es algo que se pueda reducir a mera apología de la propiedad, como lo entendieron sucesivamente las Generaciones del ’37 y del ’80, los Golpes cívico-militares del siglo XX, o ese último ensayo neo(pos)liberal que fue Cambiemos. Lo propio como basamento de lo común, es decir, del bien común: de “aquello –indican Russo y Saporosi– que es lo justo. Por preciso, característico, pero también por lo que hace justicia, lo justiciero, lo que ajusticia. Lo propio. Como el signo basal de toda comunidad. De toda entidad existente. Como lo que expone el carácter irrenunciable de una identidad”. De allí que la palabra “expropiación”, que apareció como espectro de un pasado que no existió –digámoslo sin rubor– al calor de los discursos que circularon sobre el tema Vicentín, debería colarse en una memoria estatal viva como acción sobre “aquello que fue/debe ser propiedad del pueblo, es decir, aquello que le es propio, por legitimidad ancestral, por justicia social”. La cita es nuevamente de Russo y Saporosi, pero el derecho común al que ambos remiten es el que debe prevalecer en una planificación integral de desarrollo, lo que es decir, una política de Estado que lleve nuevamente cierta racionalidad a los diferentes actores para lograr la felicidad del pueblo.

Las páginas que desnudarán y desandarán los procesos desertificantes del territorio argentino (terrestre, fluvial, marítimo y antártico, nunca lo olvidemos) se escribirán en sus márgenes, en lo que las élites dejaron a los márgenes en su avance “civilizatorio” y modernizante. Lo que es decir, en sus marginados y marginadas. Tanto en las islas como en los barrios populares, esos habitados por el pueblo que sufre el humo, el glifosato, las fumigaciones, los arroyos contaminados, las napas tapadas, la nula vida que se esconde y denuncia la miserabilidad de la gloria financiera del capitalismo global contemporáneo. Ese es el tesoro (res)guardado que debe proteger cualquier proyecto serio de desarrollo de una política de Estado que sea plural, inclusiva, integral y estratégica.


Fuente de las imágenes: Infobae y VíaParaná.

[1] Debo estas apreciaciones a las muy iluminadoras charlas que he tenido el gusto de tener junto a uno de los grandes especialistas sobre el tema, el escritor, ensayista y gran navegante Juan Bautista Duizeide.

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